Introducción

El escritor Henry Salt escribió que «las palabras y los nombres que usamos ejercen algún efecto sobre nuestra conducta. Calificar a seres inteligentes con términos como bruto, bestia, etc., o emplear un pronombre neutral [en inglés],[1] como si no tuviesen sexo, es incitar prácticamente al mal uso, y es, sin duda alguna, una prueba de falta de comprensión».[2]

La idea de que el lenguaje no es inocuo, de que con él se ha construido una realidad no del todo justa con aquellos que no han podido expresarse mediante la palabra será el punto de partida de este ensayo. Dicha idea es común tanto en la obra del deconstructivista Jacques Derrida como en la de la politóloga Armelle Le Bras-Chopard. Ambos compatriotas han mostrado la relevancia de la idea de λόγος en la cultura occidental, sus usos y sus abusos.

El concepto λόγος, con todos sus múltiples significados, ha vertebrado la filosofía occidental, ya sea por sus usos más platónicos, como por su incidencia en los llamados racionalistas o incluso en Immanuel Kant. La sentencia cartesiana del «cogito, ergo sum» ha sido un bastión del modo de pensar occidental, una sentencia que hasta la llegada de Heidegger casi no se había explorado después de su coma, es decir, después del elemento racional del cogito. En definitiva, la pregunta por el sum había tenido poco interés antes del existencialismo.

Bajo la fría instrucción del λόγος, los pensadores occidentales —fueran estos feligreses del dios de los filósofos o al de Abraham— han construido sus ideas con el prejuicio del logocentrismo. Tan solo algunas pocas voces como por ejemplo la del alemán Friedrich Nietzsche y la del senegalés Léopold Sédar Senghor se han mostrado reacias a la hiperracionalización de la filosofía de occidente. No obstante, la mayoría de los filósofos han participado —aunque a veces fuera de modo pasivo— del logocentrismo que criticaré.

En las siguientes líneas presentaré brevemente parte de este discurso logocéntrico. Lo haré sobre todo abordando la perspectiva religiosa de la mano del segundo Génesis, así como también una perspectiva filosófica de la crítica deconstructivista al pensamiento occidental, porque también la filosofía ha ignorado al animal e incluso lo ha condenado injustamente a una esencia para que el hombre pudiera definirse. Una vez el hombre se ha definido, este ha abandonado al animal que se hallaba encarcelado. El animal ha sido injustamente considerado, como un mero objeto, porque el mantra de que solo el hombre puede ser sujeto, de que solo él puede dominar el mundo se ha repetido hasta la saciedad.

A modo de conclusión, me situaré en la deconstrucción final de Derrida para abordar una crítica a la concepción jurídica de la persona. Esta consideración es equivalente a la de sujeto de derechos: una privación a la que se ha arrastrado a los animales. Pretendo mostrar cómo el prejuicio del logocentrismo no nos ha permitido dotar de derechos a nuestras «criaturas prójimas».[3] También quiero hacer notar —tal y como expresó Jeremy Bentham— que la racionalidad importa más bien poco para la obtención de la figura jurídica de sujeto de derechos mediante los llamados casos marginales.

El dominio del lenguaje, el dominio del animal

Si bien, en el Génesis, Dios había otorgado al hombre el poder de dominación del animal, las ideas renacentistas de antropocentrismo dejan al hombre huérfano, huérfano de identidad que lo pone centro sin parangón con el animal. El hombre se reafirma frente al animal, con su oposición se define.[4] Le Bras-Chopard mantiene que el hombre occidental se ha definido por su dominación sobre el animal y que este ha justificado su dominación no solo sobre el animal no-humano sino también sobre otros que no se ajustan a la definición de hombre.[5] Con ello, la autora describe un mecanismo clásico del psicoanálisis para mantener el propio equilibrio que consiste en negar algo poco agradable que se encuentra en uno mismo. En este caso, cuando el hombre descubre su animalidad la niega otorgándosela solo al animal; distanciándose de él con su humanidad.

En una línea parecida, Derrida pretende combatir el uso de la «metáfora muerta», que es aquella que se contrapone a la metáfora viva, aquella nueva, aquella que no está gastada.[6] Le Bras-Chopard también la combate porque considera que en su selección ya hay una exclusión. Cuestiona la dominación que ejercemos sobre el animal. Revitaliza la metáfora muerta del zoo con el objetivo de mostrar qué animales hemos encadenado con ella. Lo hace mediante una exposición de la selección de animales —ya sean reales o fabulosos— y de los autores que han propiciado tal acción. Cuando «el juego de palabras y de definiciones no tiene nada de inocente puesto que es fundamento de la dominación»,[7] todos somos responsables de perpetuar dicha ideología, si no la combatimos.

Para la tradición occidental, la boca del animal solo ha emitido sollozos, mientras que al humano este mismo órgano le ha permitido hablar, reír y suspirar, acciones que no se encuentran en el animal no-humano. Según Aristóteles y Henri Bergson, la risa es solo humana porque apela a la inteligencia. Aunque la risa en algunos períodos ha sido condenada por el cristianismo, bajo la idea de que Jesús nunca rio, tal y como relata Umberto Eco en El nombre de la rosa.

El lenguaje, empero, siempre ha sido visto como algo esencialmente humano, incluso como un abismo entre el animal y el humano, según el conde Saint-Simon. «La palabra, que, como la risa, se halla en la intersección de lo físico con lo mental, se da a conocer en primer lugar por caracteres: la voz»[8] que otorga sentido al hombre, contrariamente a lo que sucede en el animal no-humano.

Repensar la humanimalidad

Jacques Derrida acuña el término de la «guerra a propósito de la piedad»,[9] que Corine Pelluchon describe como una guerra común a todos, una guerra que nos cuenta más sobre nosotros mismos que sobre el animal. De manera que, con independencia del bando donde cada uno esté, permanecer a un bando, en esta guerra derridaniana, es elegir o bien la indiferencia o bien la piedad.[10] El filósofo francés después de sentirse desnudo ante su gata Logos, nos insta a pensar el ‘animal’.[11] La filosofía occidental desde René Descartes a Emmanuel Lévinas ha olvidado la mirada del animal, del otro no-humano.[12] Y Derrida quiere empezar a considerar al ‘animal’ como tal. Le interesa no sólo su propia mirada hacia el animal, sino también la mirada que el animal le devuelve, porque esa mirada es precisamente lo que lo desnuda.[13]

Es en esta posición de desnudez, de captar y ser captado por la mirada del otro, que Derrida se interesa no tanto por el primer relato de dominación bíblica —que ya he presentado (Gn 1,26-28)— como por el llamado segundo origen (Gn 2,7-23). Dicho relato tiene algunas variaciones respecto al primero como por ejemplo que el hombre y la mujer no se crean en el mismo instante y también que Dios ordena al hombre, al hombre sin la mujer, que nombre a los animales:

Entonces Dios el Señor formó al hombre, de la tierra misma, sopló en su nariz y le dio vida. Así el hombre comenzó a vivir. … Y Dios el Señor formó de la tierra todos los animales y todas las aves, y se los llevó al hombre para que les pusiera nombre. El hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a todas las aves y a todos los animales salvajes, y ese nombre les quedó. Sin embargo, ninguno de ellos resultó ser la ayuda adecuada para él. Entonces Dios el Señor hizo caer al hombre en un sueño profundo y, mientras dormía, le sacó una de las costillas y le cerró otra vez la carne. De esa costilla, Dios el Señor hizo una mujer, y se la presentó al hombre, que al verla dijo: «¡Esta sí que es de mi propia carne y de mis propios huesos! Se va a llamar “mujer,” porque Dios la sacó del hombre». (Gn 2,7-23)[14]

De este fragmento bíblico leído en clave derridaniana,[15] se extrae que solamente el hombre al nombrar el animal ha ejercido una violenta dominación. El hombre solo ha ejercido dicha violencia ordenado por un Dios que desconocía qué acontecería entre la relación del hombre y del animal, dice Derrida.[16] Y lo ha hecho por la ausencia del lenguaje (Sprachlosigkeit) del animal. En la mirada de su gata, Derrida se pregunta si ella se acuerda del «terrible relato del Génesis».[17]

La condena del animal

A los animales, porque no tienen λόγος, porque no pueden nombrarse ellos mismos, el hombre los ha nombrado.[18] Con este gesto —y siguiendo a Walter Benjamin— Derrida considera que el hombre ha instaurado una profunda tristeza (Traurigkeit) en el ‘animal’.[19] Además; para el animal, el hecho de recibir un nombre anuncia su mortalidad. Porque el nombre es la forma con la que intentamos poner un límite a la muerte.[20] Contrariamente a los postulados de Martin Heidegger sobre la imposibilidad de la muerte del animal, Derrida afirma que con el nombre mostramos la condición de seres finitos.

Otra distinción entre Heidegger y Derrida es que para el segundo sí que debería haber una consideración del animal como ser-con (mitsein), tal y como sí que postula el primero que se da entre y con los distintos humanos.[21] De hecho, el vocablo ‘animal’, en singular, es una tontería[22] que encierra al animal[23] de dos modos distintos. Primeramente, encierra a los distintos individuales animales bajo la categoría de un animal cualquiera, los etiqueta injustamente, lo desanimaliza de su esencial animal, de su animalidad propia e individual. Pero también encierra a todos los animales en un zoo —usando la nomenclatura de Le Bras-Chopard—,[24] porque se perpetua un sometimiento al animal «sin precedentes … [que] podemos llamar violencia».[25]

La palabra no es inocente, con ella se ha dominado al animal, precisamente porque él es incapaz de pronunciarla. Desde la visión religiosa —ya comentada por Derrida— Dios exige al hombre que asigne nombres al ‘animal’, esta elección supone decidir por el animal, que carece de voz y de voto. Porque la palabra (λόγος) es razón (λόγος) y el animal no-humano vive en una sinrazón.[26]

Razón, pensamiento, alma, mente o conciencia se han intentado predicar ajenos a la materialidad del ‘animal’. La contribución de Descartes del animal-máquina ha ayudado a tal fin. Aristóteles y sus tres clases de almas también han contribuido a esta concepción, puesto que el animal y el humano comparten todas las clases de alma salvo la intelectual. Se deduce de ello que el intelecto debe ser algo inmaterial. La estupidez del animal se debe a su deleite por los placeres de la vida, entre ellos el devorar (fressen) y la reproducción. Esta es una característica proveniente del vientre y bajo vientre, partes del alma no auténticamente humanas según Platón.

Por si predicar la estupidez del animal no fuera poco, Descartes y Heidegger fueron los encargados de quitar la vida al animal, cuando el primero le arrebata el alma, y la conciencia, el segundo. El francés lo convertió en una máquina. El animal-máquina no mueren, sino que se avería. Mientras que el alemán hizo del existir la única forma de vida relevante. Para Heidegger, por lo tanto, un perro —y cualquier animal, porque no puede conocer la muerte— no muere, simplemente llega a su fin.[27]

La carencia de λόγος del animal no-humano lo ha convertido en un mero objeto. Esta es la tesis del logocentrismo que emerge de Derrida,[28] que ha querido mostrar lo que es propio al hombre mediante lo que se le ha privado al animal. De manera que «palabra, duelo, cultura, institución, técnica, vestido, mentira, fingimiento de fingimiento, borradura de la huella, don, risa, llanto, respeto, etc.» han sido vistos como elementos solamente humanos. Y por ello «la más poderosa tradición filosófica en la que vivimos ha negado todo esto al ‘animal’»,[29] subraya Jacques Derrida.

El animal no existe, solo vive

Esta tradición ha sido violenta con todos los animales porque los ha agrupado bajo una misma esencial, la del ‘animal’,[30] que Derrida cautamente mantiene entrecomillado porque comprender que el uso de la palabra ‘animal’ en singular no describe nada que no sea una oposición inventada a la idea de hombre. Es decir, que con el término ‘animal’ la filosofía occidental se ha procurado una definición del hombre. Pero ha tratado injustamente a la diversidad de especies e individuos animales: no es lo mismo una lombriz que un chimpancé,[31] aunque ambos sean ejemplares de especies del reino animal. Ni tampoco son el mismo gorila Koko ni Copito de nieve, aunque esto nos pueda parecer una obviedad.

Heidegger incurre en dicho error cuando sentencia que «el perro no existe tan solo vive».[32] El alemán encierra al animal en su Umwelt (medio), en su conducta.[33] Con la sentencia de que «el animal es pobre de mundo»[34] hay una muy conveniente y para nada inocua lectura de algunos de los elementos de la teoría biológica de Jakob von Üexkull.[35] Heidegger la reinterpreta dando un sentido de inapertura al Umwelt, contrariamente a la idea original del biólogo alemán del báltico.[36] Con ello, el existencialista alemán, que considera que la biología puede ayudar a su interpretación filosófica,[37] pretende demostrar —tal y como la ciencia lo ha hecho con las abejas— que el animal solo tiene Umwelt. Y con ello reafirmar su tesis de que el animal es pobre de mundo (Weltarm) mientras que el hombre es creador de mundo (Weltbildend).

Si bien la metafísica de Heidegger se presenta como una novedad, para Derrida su violencia hacia el animal no dista de la represión que la historia de la filosofía occidental ha ejercido contra el animal. El dominio del logocentrismo ha acarreado un pensamiento y un modo de actuar que ha privilegiado a aquellos que emiten la palabra y ha condenado a todos aquellos que no la pronuncian. Una condena que los ha convertido en meros objetos en lugar de sujetos.

La deconstrucción de la animalidad

Cuando un gato aparece en escena, Holly Golightly —el personaje de Truman Capote en Breakfast at Tiffany’s— ejemplifica a la perfección en qué consisten algunas de las ideas sobre el nombramiento como una acción de dominio que el deconstructivista francés Jacques Derrida propuso:

—Pobre desgraciado —dijo [Holly], haciéndole cosquillas en la cabeza—, pobre desgraciado que ni siquiera tiene nombre. Es un poco fastidioso eso de que no tenga nombre. Pero no tengo ningún derecho a ponérselo: tendrá que esperar a ser el gato de alguien.[38]

Aunque la joven americana del imaginario de Capote entiende que el acto de nombrar implica posesión, implica dominio, no tiene intención de cambiar sus acciones morales respecto a los animales, porque concluye diciendo que como ella no tiene ningún derecho a nombrar al gato, este felino «tendrá que esperar a ser el gato de alguien» para tener nombre. Por el contrario, Derrida sí que tiene una propuesta para cambiar nuestra relación con los animales. Seguramente se trate más bien de una propuesta de proto-ética relacional. De todas formas, tiene el valor de querer encaminarnos hacia la acción del cambio.

Para entender el planteamiento del filósofo francés debemos recordar que este se mostró muy crítico con los errores de sus predecesores con respecto al animal y siempre procuró evitar hablar del animal en singular. Derrida acuñó el término en francés animot /a.ni’mo/ (animote, traducido al castellano) que se pronuncia igual que el plural de animal, animaux /a.ni’mo/, en francés. Su término es la contracción de los vocablos ‘animal’ y ‘palabra’. Con el uso del plural de animal, Derrida se refiere no al animal como esencia sino más bien a la diferencia que engloba el concepto de ‘animal’. Con la palabra ‘animal’ hablamos, en realidad, de animales muy diversos.

El animot también debería hacernos notar que somos capaces de sobrepasar el límite del lenguaje para apreciar la cosa en cuanto tal. Para Derrida no se trata de «restituir la palabra» a los animales sino «de acceder a un pensamiento, por quimérico o fabuloso que sea, que piense de otro modo la ausencia del nombre o de la palabra; y de otra manera que como una privación».[39]

Ver al animal estando nosotros desnudos, a un animal concreto como dice Derrida,[40] es verlo sin el logocentrismo, es ver lo como tal. Es ver lo innegable, que no solo por nuestro nombramiento compartimos la finitud de la vida, sino también que compartimos «el sufrimiento, el miedo o el pánico, el terror o el pavor».[41]

El animal nos mira y por lo tanto hay un reconocimiento de la mirada del animal. El animal ha sido concebido como algo que podía ser visto, pero la innovación de Derrida es que el animal además puede vernos. Es en este momento en el que debemos empezar a «pensar». Es este el momento cuando, después de Lévinas y Buber, por fin nos damos cuenta de que no solo nosotros vemos al animal, sino que él también nos ve. Es el momento en que empieza el juego de miradas. El momento en que deberíamos darnos cuenta de que, aunque los animales humanos compartamos el λόγος, también con los otros animales compartimos mucho. Compartimos la impotencia del ser corpóreo viviente (Körper), una impotencia que viene mucho antes de las capacidades perceptivocognitivas.

La (re)construcción de la persona

En esta posición de indefensión —que es la desnudez que propone Derrida ante el animal— podemos empezar a formular una ética de la compasión e incluso una teoría de los derechos animales. Si alejamos nuestro λόγος de la consideración moral, debemos, tal y como formuló el utilitarista Jeremy Bentham, preguntarnos por el sufrimiento del animal. No podemos caer en preguntas como: «Can they reason?» o «Can they talk?»,[42] porque dichas preguntas no explican nada del animal, sino de nuestra obsesión logocéntrica y de nuestra maltrato —en todos los sentidos— hacia el animal.

La tradición logocéntrica también es recogida por Immanuel Kant cuando considera que solo los agentes racionales pueden ser considerados personas. Para él, los animales tienen valor como medios y no como fines, contrariamente al caso de los humanos[43] —tal y como se formula en su segundo imperativo. De todos modos, Kant no se muestra indiferente frente al animal porque considera que solo se debe matar o herir a un animal cuando hay un motivo.[44]

No obstante, tampoco considera que tengamos obligaciones hacia los animales porque para él el sistema moral es un sistema de reciprocidad, y la reciprocidad no se da entre todos los animales solo entre los humanos. Los seres humanos, que somos racionales, compartimos el reino de los fines, según Kant. Un reino en que cada agente —que se considera a sí mismo y a los otros un fin en sí mismo— se halla bajo la misma ley común y solo busca buenos fines, fines que mejoren la sociedad.[45]

La exclusión de los animales ha alejado de nuestra consideración cualquier obligación moral para con el animal. Hemos impuesto una distancia metafísica entre el animal y nosotros, los humanos. Por ello, ni tan siquiera hemos considerado su sufrimiento —o si lo hemos hecho hemos creído que el sufrimiento animal es menos relevante que el sufrimiento humano—. Prueba de este menosprecio por el dolor del animal es la legislación de muchos países, que aún conserva una dicotomía proveniente del derecho romano, la dicotomía excluyente entre persona o cosa: Los animales, porque no son personas, son cosas.

En el derecho romano y griego no se codificó absolutamente nada sobre el animal libre. El Digesto IX, 1, expone que sobre los animales salvajes no se puede legislar por «su ferocidad natural» y el Digesto 41,1,5,1 considera a los animales salvajes res nullius. El animal doméstico tampoco estuvo ni está mejor considerado que el silvestre. A pesar de Platón en Las leyes, X, 873e, habla de que si un animal doméstico mata a un hombre, se pedían responsabilidades al amo,[46] esta afirmación no tipifica al animal de sujeto de derecho, puesto que también pedimos responsabilidades al propietario de una maceta (cosa) que cae de lo alto de un piso y mata a un transeúnte.

Hemos enmascarado bajo la concepción de persona una ficción. Una ficción logocéntrica que autores como Jürgen Habermas y John Rawls han perseguido para elaborar sus conceptos de ciudadano. Conceptos basados en la capacidad de entrar en el debate público. Una ficción que, si bien condena a los animales por no ser competentes como personas debido a la falta de racionalidad, también debería de excluir a un gran número de humanos. Me refiero a niños, personas seniles, personas con diversidad funcional intelectual, personas incapacitadas temporalmente debido a enfermedades o cualquier otro caso con impedimentos cognitivos severos.[47]

La mayoría de los autores que han querido defender el concepto de persona con connotaciones kantianas han justificado la inclusión de los casos marginales apoyándose en algún tipo de metafísica de la dignidad humana compartida o incluso han aceptado su exclusión por la falta de capacidades cognitivas. De este modo, la dignidad sería un concepto, para algunos autores, solo los humanos tendríamos, tal y como Kant formuló. Quizá ya sea ahora de abandonar la gimnástica intelectual antropocéntrica para incansablemente considerar a los humanos superiores al resto de los animales[48] y abrazar teorías de los derechos anti-especistas que consideren no solo a los humanos sujetos sino a cualquier ser sintiene, tal y como anotó Bentham.[49]


Referencias

[1] Henry Salt se refiere al uso del ‘it’ (esto/a esto), en lugar del ‘she/her’ (ella/a ella) o el ‘he/him’ (él/ a él) para hablar del animal en la lengua inglesa.

[2] Ferrater Mora, J., y Cohn, P. (1988). Ética aplicada: del aborto a la violencia. Madrid: Alianza. p. 62.

[3] Donaldson, S., y Kymlicka, W. (2011), Zoopolis: A Political Theory of Animal Rights. Oxford: Oxford University Press. p. 25.

[4] Le Bras-Chopard, A. (2003). El zoo de los filósofos: de la bestialización a la exclusión. Barcelona: Taurus. pp. 11-13.

[5] Le Bras-Chopard, A. (2003). El zoo de los filósofos: de la bestialización a la exclusión. Barcelona: Taurus. pp. 15.

[6] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 52, p. 130 y p. 139. Y también Le Bras-Chopard, A. (2003). El zoo de los filósofos: de la bestialización a la exclusión. Barcelona: Taurus. p. 20.

[7] también Le Bras-Chopard, A. (2003). El zoo de los filósofos: de la bestialización a la exclusión. Barcelona: Taurus. p. 22.

[8] también Le Bras-Chopard, A. (2003). El zoo de los filósofos: de la bestialización a la exclusión. Barcelona: Taurus. p. 44.

[9] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 45.

[10] Pelluchon, C. (2007). Manifest animalista: La causa animal com a camí per a un nou humanisme. Barcelona: Rosa dels Vents. pp. 20-21. Y también Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 45.

[11] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 46.

[12] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 29.

[13] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 28.

[14] El énfasis es mío.

[15] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. pp. 30-34.

[16] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 33.

[17] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 34.

[18] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 35.

[19] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 34-35.

[20] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 36.

[21] Heidegger, M. (2007). Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad. Madrid: Alianza Editorial. p. 256 (§49) y p. 260 (§50).

[22] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 48.

[23] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 39 y p. 41.

[24] Le Bras-Chopard, A. (2003). El zoo de los filósofos: de la bestialización a la exclusión. Barcelona: Taurus. p. 21.

[25] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 42.

[26] Le Bras-Chopard, A. (2003). El zoo de los filósofos: de la bestialización a la exclusión. Barcelona: Taurus. pp. 46-47.

[27] Le Bras-Chopard, A. (2003). El zoo de los filósofos: de la bestialización a la exclusión. Barcelona: Taurus. pp. 51.

[28] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 43.

[29] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 162.

[30] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 50.

[31] Louis-Mallet, M. (2008) «Introducción». En El animal que luego estoy si(gui)endo (p. 10). Madrid: Trotta. Véase también Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 50.

[32] Heidegger, M. (2007). Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad. Madrid: Alianza Editorial. p. 261 (§50).

[33] Heidegger distingue entre comportamiento (sich verhalten) y conducta (sich benehmen). El primero es un predicado solamente humano, mientras que el segundo pertenece a los animales no-humanos que son prisioneros de sus instintos. Véase Heidegger, M. (2007). Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad. Madrid: Alianza Editorial. p. 289 (§58 a).

[34] Heidegger, M. (2007). Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad. Madrid: Alianza Editorial. pp. 236-243 (§45).

[35] Heidegger, M. (2007). Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad. Madrid: Alianza Editorial. pp. 243 (§46).

[36] Firenze, A. (2017). «“A Dog Does Not Exist but Merely Lives”: The Question of Animality in Heidegger’s Philosophy». Philosophy Today 61, nº 1: p. 6.

[37] Firenze, A. (2017). «“A Dog Does Not Exist but Merely Lives”: The Question of Animality in Heidegger’s Philosophy». Philosophy Today 61, nº 1: p .5.

[38] Capote, T. (1994). Desayuno en Tiffany’s. Barcelona: Anagrama. p. 38.

[39] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. pp. 66-65.

[40] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 22.

[41] Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. p. 44.

[42] Bentham, J. (1970). An Introduction to the Principles of Morals and Legislation. Londres: Methuen. p. 283.

[43] Kant, I. (1999). Groundwork of The metaphysic of morals. En Gregor, M. J. (ed.). Practical philosophy, Cambridge: Cambridge University Press. p. 79 (§4:428).

[44] M. Korsgaard, C., A Kantian Case for Animal Rights. En Michel, M. et al. (ed.). Animal Law–Tier und Recht: Developments and Perspectives in the 21st Century – Entwicklungen und Perspektiven im 21. Jahrhundert. Zúrich/St. Gallen: Dike Verlag, 2012. p. 14. Y también Kant, I. (1997). Lectures on Ethics. Cambridge: Cambridge University Press. p. 213 (§27:460).

[45] Kant, I. (1999). Groundwork of The metaphysic of morals. En Gregor, M. J. (ed.). Practical philosophy. Cambridge: Cambridge University Press. pp. 79-85.

[46] Le Bras-Chopard, A. (2003). El zoo de los filósofos: de la bestialización a la exclusión. Barcelona: Taurus. pp. 108-109.

[47] Donaldson, S., y Kymlicka, W. (2011), Zoopolis: A Political Theory of Animal Rights. Oxford: Oxford University Press. p. 27.

[48] Donaldson, S., y Kymlicka, W. (2011), Zoopolis: A Political Theory of Animal Rights. Oxford: Oxford University Press. p. 29.

[49] Bentham, J. (1970). An Introduction to the Principles of Morals and Legislation. Londres: Methuen. pp. 282-283.